miércoles, 14 de septiembre de 2011

City Bell, un laboratorio con más hombres que fórmulas - Parte 2

Tapa del libro
Sigo con la segunda parte del texto de Osvaldo Ardizzone que salió en un librito de diario El Día titulado "De Zubeldía a Bilardo", recomiendo leer la primera (ver primera parte).
Todavía quedan dos partes más que iré subiendo.



El peligro de las muchachas…

La barra de “los porteños” solteros con el Flaco Poletti, Bilardo, Manera, a los que se sumaba la calidad humana de Hugo Spadaro, alquilaba departamento en La Plata, ya liberados del horario inflexible del tren de los años pobres… Habían llegado las primeras recompensas “materiales” que permitían el confort y el halago “tuerca” del automóvil; la ropa de onda con la procedencia extranjera; las distracciones más caras; los boliches “bian” de la penumbra y el susurro. La Plata seguirá conservando esa fisonomía de comarca, de pueblo pequeño, con esa “arquitectura” de caja de resonancia en la que todo encuentra eco, en la que todo trasciende. Es común que los jugadores de fútbol –y mucho más en el caso de los triunfadores- se transformen –a veces- en verdaderos trofeos para la cacería de ciertos sectores femeninos que suelen confeccionar libros de inventario para presumir de sus conquistas. Desde mi ascética y objetiva condición de cronista, me asomé de rondón a esa vida “licenciosa” de los integrantes porteños del plantel –matiz periodístico hoy ejercido por seductoras profesionales del sexo femenino que pretenden esclarecer la actividad “amorosa” de figuras famosas-, y pude conocer las rígidas ordenanzas que legislaban “los paseos” con las muchachas, los vapores turbadores de la copa e, incluso, los excesos del tabaco. El miércoles era el día “señalado” para abominar de la vida ligera, e internarse en la comarca beatifica de la mens sana in corpore sano, que le permitía desafiar esa semana con mañana y tarde y la exigencia de los compromisos oficiales.

Lo mismo que las espartanas pretemporadas en Necochea que nunca se transformaron en placenteras vacaciones. Cada uno era responsable de su vida privada frente a ese inflexible tribunal que integraban ellos mismos. El trabajo no era sólo físico sino mental. Cada uno sabía a qué riesgos se exponía si coqueteaba con el periodismo o con la promoción estruendosa. Era tal el pudor que ellos mismos experimentaban de “salir en tapa” de las publicaciones de onda que todas las declaraciones que formulaban a la prensa estaban referidas al grupo. Estaba “prohibido” –por una actitud tácita- el vedetismo, de la misma manera que las quejas después de una derrota. Así como no se admitía el exhibicionismo con muchachas –sobre todo de la farándula- también estaba “clausurado” recibir las lisonjas en primera persona. Por eso, la banda de City Bell, en las “franciscanas” veladas transcurridas frente al televisor, registraba en sus recaudos tácticos y estratégicos el donjuanismo de algunos jugadores ávidos de la notoriedad del jet set asociados a comentados “romances” con heroínas de la noche. Por eso, no admitían los ayes plañideros de las presuntas víctimas de sus desbordes temperamentales o de su inflexible rigidez para ejercer la marcación hombre a hombre u hombre en zona.

Como cábala el saco azul, pantalón gris y la misma corbata siempre

La lista blanca y la negra

A veces me detengo a pensar cómo pudo elaborarse una organización tan cercana a lo perfecto. ¿Quién era el hombre del grupo más expuesto a las tentaciones, que exigía una mayor vigilancia? Justamente, el jugador del equipo –quizás el único- dotado natural y excepcionalmente para desequilibrar, como lo fue Juan Ramón Verón, quizá injustamente postergado por la crítica en la ubicación de ese “ranking” selecto de los elegidos. Tal vez, Juan, por esa misma “enfermedad” que identifica a los más capaces en habilidad y talento, era quien menos se entregaba en el trabajo de la semana… Juan era indolente, sin muchas reservas físicas para “regalar” en una vida no muy “deportiva”. Por eso, era el candidato más frecuente a enfrentarse con el alto tribunal… ¡Qué personaje Juan Verón! Con todos esos atributos desconcertantes de “los raros”, en esa tendencia a la irresponsabilidad para violar disposiciones, para incurrir en la clandestinidad de “una rabona”, en la incontenible “vocación” por las muchachas. Siempre silencioso, más amigo de la existencia solitaria que de la locuacidad y el estruendo. ¡Y qué jugador, Juan! De esos para ganar partidos, principalmente, las finales y más principalmente, las que guardaban estrecha relación con las Copas, incluida la del mundo.

Y quiero acordarme también que aquel Estudiantes era buen equipo –y por qué no muy buen equipo- en ubicación de los hombres, en la estrategia, en las prevenciones, en las trampas, en las ventajas… Todo eso que ya dejó de ser “pecado” para ser utilizado por la mayoría de los equipos, incluida nuestra selección del fútbol Menottiano…

Hace unos días, muy pocos días, le pregunté a Carlos Salvador Bilardo por qué le había producido más satisfacción la Copa América –la primera- que la consagración de Old Trafford. Y me contestó…

Barale, Pachamé y Conigliaro
-¿Sabe por qué? Porque con aquella Copa empezaba todo, con la consgración de Old Trafford todo concluía. Por eso sentía pena. Porque estaba convencido que ése era el final de un esfuerzo, de una revolución en el fútbol…

Nunca hay final, Carlos. Como dijo usted, la vida sigue. ·En el hijo se puede volver”, canta Hamlet Lima Quintana. La revolución que amaneció por el sesenta y cinco sigue y vuelve a tener vigencia…

Para mí empezó en un tren. En el rápido a La Plata de las ocho y un minuto. Cuando vivía Osvaldo…



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