sábado, 3 de septiembre de 2011

City Bell, un laboratorio con más hombres que fórmulas - Parte 1

Tapa del libro
Hace un poco más de un mes recibí un regalo de @Azupincha y su madre, imaginen mi sorpresa al abrirlo, resulta que era un librito que sacó el diario El Día en el año 1983, luego de la consagración de Estudiantes en el Metropolitano '82 de la mano de Bilardo. Dicho ejemplar lleva el nombre de "de Zubeldía a Bilardo", en el cual se pueden encontrar narraciones del periodista y poeta Osvaldo Ardizzone. Pienso que es un material invaluable para el hincha de Estudiantes y decidí compartirlo copiándolo textualmente cada uno de los párrafos. Acá dejo la primera parte, con el tiempo iré subiendo el resto del relato de Osvaldo Ardizzone...  

 
City Bell… un laboratorio con más hombres que fórmulas.
Por Osvaldo Ardizzone

Sé que este episodio lo conté ya algunas veces. Pero, es que no puedo soslayarlo porque así se inauguró mi amistad con los protagonistas de esta historia. No por exceso de originalidad debo permitirme ser infiel a la verdad del relato. Y confieso –de paso- que el relato es primero persona es uno de los géneros del periodismo que más me cautiva porque, además de viajar en el tiempo a favor de mis feha ciencias testimoniales, me sirve para “hacer” revisionismo histórico…


El rápido a La Plata de las 8.01

Los esperé al tablero de la estación Constitución. Fue poco después de aquel “asombro” frente a Platense, cuando la noche campeona en la cancha de Boca. Llegamos de a poco. Osvaldo, después el Flaco Poletti con Bilardo; un rato más tarde Eduardo Manera; Barale –aquel cuevero de Boca recién trasplantado a Estudiantes-, y de última, Conigliaro. Así se completó el grupo de “los porteños” todavía no muy afectuosamente instalados en el corazón del clima platense. Mientras caminábamos por el andén ya sobre el umbral de la partida, observé que apenas si eran identificados, amistosamente, por los maquinistas de las locomotoras y los guardas ya habituados a la familiaridad de esos pasajeros del rápido a La Plata de las ocho y un minuto. Recién era el despertar de un fenómeno que encerraba la simpatía de lo humilde, de lo que recién se atreve a mostrarse tímidamente. De todos los viajeros, a quien yo más conocía era a Osvaldo, por los tiempos de Atlanta, por los primeros tiempos de la selección, allá en el Colegio Ward; también a Conigliaro, por aquella primera etapa de Marcos en aquel Independiente que compartió con el petiso Mura… Cerca de una hora duró el viaje y todo ese tiempo fui interlocutor pasivo de todo ese entusiasmo que trascendía en el grupo. Se advertía esa pasión que acompaña a todos los proceso cuando se inician, cuando se le agrega mucho de idealismo a lo específicamente profesional… Después de esa primero recompensa campeona, los sueños crecían, los proyectos se nutrían de alas más vigorosas. El más adulto era Bilardo, incluso en la madurez conceptual. El Flaco Poletti andaba por los veinte años, todavía escasos, aunque ya preanunciaba la calvicie prematura y denunciaba su carácter más proclive a la informalidad de la broma ligera, aunque también su fácil inclinación para montar el pingo de la bronca. Conigliaro era, tal vez, más “ingenuo” en sus profundos análisis técnicos que provocaba la burla cordial de los otros.

Pero, siempre –por toda la vida- seguiré escuchando esa dialéctica pausada de Zubeldía con el timbre aflautado y esa expresión que nadie podía descubrir toda la picardía y todo el vigoroso temperamento que desplegaba en su rígida profesionalidad…

Ahora, enfrentado a la máquina de escribir, invadido por esa melancolía que trae la evocación, me detengo en aquella primera mañana que compartí el tren de las 8.01… ¿Acaso serán siempre así los sueños todavía jóvenes? Jóvenes en el entusiasmo, en la pasión, en la voluntad, en esa locuacidad que germina en la necesidad de sincerarse, de darse a conocer, de divulgar los objetivos, los planes, toda esa intimidad que encierran los grandes procesos que el hombre acomete cuando encuentra el eco de los que se suman al mismo esfuerzo, con la misma generosa entrega común a todos. Entonces, todo era silencioso. Sin siquiera el estruendo de los motores del último modelo. Todo empezaba con el signo de la pobreza anónima. Por eso el tren de las ocho y un minuto. Por eso el colectivo. Por eso ese lenguaje desprovisto de toda vanidad estruendosa, de toda espectacularidad pedante. Por eso, creo, que nos empezamos a sentir amigos en ese primer encuentro, en ese rápido de tantas mañana, de todas las mañanas.


El resto de la banda.

De a poco, o quizá, rápidamente los fui conociendo a todos. Cuando ya se iniciaba la lucha por la Copa. Cuando todavía, gozaban de la simpatía que despiertan los desconocidos, los que no alcanzaron a vestir el pantalón blanco de los campeones. Comencé a frecuentar City Bell, a descender del colectivo en la esquina del almacén El Argentino, punto de referencia para mis precarios conocimientos de la zona. Siempre estaban ahí. Siempre. Era como una secta, una de esas logias de conjurados que se unen en un pacto de sangre, en una mística que llega al fanatismo. Cada uno era el “guardián” del otro. Nada podía quedar oculto en el oscurantismo del silencio o en el maquillaje de la simulación. Todo se ventilaba a la luz del día, cara a cara, mirándose a los ojos, aliviándose la carga interior que impide juntarse, que fabrica abismos… Una vez, no sé después de qué situación que se había creado en la vida íntima del grupo, me informaron, cortésmente que debía disculparlos “porque necesitaban reunirse en privado”. Todos desaparecieron detrás de una puerta que llevaba al comedor de todos los días. Por una larga hora –era ya cercana la cena- me entretuve jugando al billar al amparo de las llamas del hogar en ese atardecer de invierno. Al cabo fueron apareciendo los protagonistas de la reunión secreta. No supe cuál fue el tema, porque la discreción llegaba a extremos poco comunes… Pero, si llegué a enterarme cómo se celebraban ese tipo de rituales en los que ajusticiaban a los presuntos “reos” en el banquillo de los acusados, donde debía exponerse a los cargos de todos los fiscales. Como aquella madrugada del partido con Racing, cuando fueron expulsados el Pacha y Bilardo por pelearse dentro del campo… “¿Sabe para qué sirve ese tipo de juicios?” –me confesaron un día Zubeldía y Bilardo- “Para que nadie se guarde nada porque, entonces, se van a dormir y en cada habitación de dos, se fabrica una intriga que cada día crece más. Entonces, nos juzgamos todos y cuando nos sentimos limpios, se levanta la reunión”.

Como llegué a comprenderlo, todos eran jueces de todos, los guardines de cada uno, los fiscales que impedían el desborde. Siempre a la distancia, evocando aquella expresión hasta “ingenua”, desprevenida de Osvaldo con esa “o” que dibujaba con los labios como si se expusiese siempre desamparado frente a un nuevo asombro, más aprendí a respetar aquella “oculta” personalidad para la conducción, sin acudir a escenas teatrales, ni a agresiones verbales, ni a las actitudes impostadas del maestro ciruela. Es que “Los Conjurados de City Bell” – como los bauticé un día- se regían por un código inflexible que, antes que nada, estaba sustentado por la lealtad, por los principios de una respetuosa ética que impedía los desbordes y la simulación que se nutre del pretexto…


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2 comentarios :

  1. Flor de posteo mazy!

    impresionante, quiero leer el restoooo!!!

    gracias

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  2. La verdad que esta muy bueno, de a poco voy a ir subiendo el resto... Ando con poco tiempo...
    Gracias por pasar siempre, un abrazo!

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